Que el balón ruede por aquel campo de césped natural poco le importa. Solamente logra recordar ese punto en el pasado en el que aquellos templos al deporte eran atractivos para ella. Se le antojan lejanos, remotos, tardíos y completamente nostálgicos, evadiéndole recuerdos acuosamente salados, fruto de los cuales ha germinado cierta animadversión hacia aquel deporte. Pero allí se encuentra ella, sentada en la gradería, rodeada de forofos, oyéndolos proferir gritos e insultos hacia jugadores, entrenadores, la casta de los aficionados del equipo contrario y demás rosario que le resulta incluso gracioso de vez en cuando.
Rosa ha acudido a aquel partido como lo hace cada año. Una sola vez en la que enmascara sus penas y vuelve a aquel lugar, dónde sentimientos contrapuestos acuden a su mente, agolpándose en la procesión de sus pensamientos. Se pregunta qué debería sentir. Si alegría por volver al lugar dónde su padre antaño gritaba cómo los demás, reía como los demás y hablaba con ella mas de lo que hacía en casa. O si por un caso, tristeza por venirle a la mente constantemente, durante los noventa minutos de partido y los quince de descanso, una y otra vez, aquella noche del catorce de abril de hacía diez años.
El equipo contrario ha robado la pelota en una jugada peligrosa y ha estado a punto de meter el balón en la portería del equipo local. Los aficionados gruñen y murmuran palabras que ella no logra captar. Su cuerpo aparenta normalidad, pero su mente está viajando en el tiempo. Se acuerda de los matices que presentaba el ambiente aquella noche. El primer día de relativo calor de la primavera de aquel año, se combinaba perfectamente por el olor al césped recién cortado y regado. Además, toques dulzones de los puestos de comida rápida que se agolpaban en la entrada del recinto llegaban a ella apetitosamente. Su padre le había comprado algo, pero no se acordaba de qué. Parecía imposible que su mente hubiera borrado parte de los recuerdos. Pero lo había hecho. Para protegerla o para sumirla en la incerteza de no saber si aquello que juraba recordar era cierto o un engaño de su imaginación.
El equipo había ganado dos goles a cero. El partido había sido uno de los mejores de la temporada y la suma de los puntos logrados les dejaba soñar en las posiciones de competición europea. Habían salido en una especie de procesión alegre y soñadora. Ella solamente tenía catorce años por aquel entonces, pero aún así compartía afición con su padre, quien hablaba con un hombre cualquiera, sobre los jugadores, las jugadas y demás parafernalia. Había encontrado un nexo de unión con él. Les gustaba aquello y aprovechaban las tardes de un día a la semana para explotar aquel sentimiento.
Habían salido y se habían dirigido al aparcamiento dónde habían dejado el coche. Pusieron rumbo a las montañas, imperándose sobre ellos aquel silencio difícil de romper que siempre había entre ellos dos cuando estaban a solas. Se acordaba que segundos antes de aquel fatídico accidente, había mirado la hora en su reloj de muñeca. Las diez y diez minutos de la noche. La oscuridad era latente, un personaje principal que los hubiera llevado a su reino de tinieblas si no hubiera sido por los faros de un coche iluminándolos justo delante suyo. Luego negrura. Y después silencio.
No se acuerda de nada mas. No puede. No logra recordar ni el ruido del accidente, ni alguna palabra que hubiera podido decir su padre antes de irse. Se fue al acto. Los médicos dijeron que no se habría dado cuenta. Ella en cambio pasó tres semanas en coma. Despertó al mes. Y entre sus múltiples secuelas, una profunda brecha en su corazón a través de la cual aún a día de hoy brota sangre y lágrimas. Sin poder, desde hacía diez años, la semana del catorce de abril acudía a aquel campo y miraba el partido absorta como aquella vez. Sus sentimientos se encontraban ferozmente para que uno imperase sobre los demás. Puede decir que se siente culpable, pero que a su vez le reconforta que el último recuerdo de su padre, el último de muchos que hubiera podido tener, era riendo y hablando con ella, alegre.
El equipo contrario acaba de ajusta el marcador. Uno a uno. Los aficionados que la rodean levantan la voz, aumentan el ritmo de los insultos y los tres pitidos indican el final del encuentro. El equipo está en una situación peligrosa, dentro de las zonas de descenso. Y aquel resultado no augura nada alentador. Y mientras todos se levantan para salir, algunos en algún punto han decidido empezar una pelea. Una pelea para eso… A aquellas alturas de su vida, a sus veinticuatro, Rosa cree que pelearse por temas triviales como es el fútbol o la política es completamente contraproducente. Pero así no lo cree toda la gente. Siguen habiendo altercados cuando dos equipos se encuentran y la gente sigue discutiendo por un resultado, una jugada o una decisión arbitral. Y en esos momentos, cuando el campo está ya medio vacío, se pregunta si aquellos que se afanan en cerrar los puños y marcárselos en la cara de otras personas, no pueden hacer como su padre y ella: encontrar un motivo de alegría entre dos personas contrapuestas, disfrutando del partido, de la compañía. Pero, sobretodo, de los recuerdos que se generan en lugares como aquel, imperturbables hasta el fin de los días.
Ella se mira ahora las manos, abiertas. Contempla la línea de la vida. Y suspira. Es larga. Seguirá acudiendo durante muchos años a aquel lugar, desapercibida, invisible para el mundo, mientras se martiriza por lo que hubiera podido pasar si el pasado no hubiera sido tan trágico.
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